De genio, a problemático. Es muy delgada la línea que separa el privilegio de poseer altas capacidades, al conflicto de ser diferentes al resto. En sociedades como la nuestra ubicarse en desnivel –arriba o abajo– supone un problema. Casi todas las historias coinciden: la mayoría debe adaptarse desde temprana edad a un sistema educativo en el que no se contemplan sus múltiples requerimientos intelectuales y al que le resultan “molestos”.
La OMS define al superdotado como aquel individuo que posee un coeficiente intelectual superior a 130 (la media oscila entre 90 y 110). Y según la organización internacional Mensa, que identifica a estas personas y las pone en contacto entre sí, alrededor del 2% de la población mundial lo es. “Los superdotados desarrollan una serie de habilidades inusuales para su edad, que si no se identifican a tiempo no se desarrollarán”, informa SAPYENS, la Sociedad Argentina de padres y educadores de niños superdotados. Pero no suelen identificarse fácilmente, porque muchos muestran problemas de conducta y bajo rendimiento escolar, por aburrimiento o miedo al ridículo.
El doctor en psicología Carlos Allende, presidente honorario de Mensa Argentina y psicólogo evaluador, explica: “En nuestro país hay un desconocimiento profundo del tema. En Francia, Estados Unidos o Japón, las personas con superdotación son evaluadas y estimuladas desde muy corta edad, ya pensando en puestos clave y funciones especializadas. En estos países, el ingreso a altos estudios no está necesariamente regido por la edad, sino por la capacidad –indica Allende, quien destaca que aunque tienen un grado de inteligencia superior, no se debe incurrir en el error de considerarlos adultos–. Ellos siguen siendo niños en su actividad lúdica”.
Mientras que en Estados Unidos existen cientos de instituciones destinadas a educarlos, en Argentina sólo hay un par de colegios privados: el Norbridge (con sede en Capital, Pilar y Mendoza) y el instituto Gifted Children (ubicado en la provincia de Salta). A nivel estatal, la única escuela queda en Jujuy. Pero lo cierto es que todo depende de la buena voluntad de los establecimientos y del trabajo en conjunto que desplieguen autoridades, docentes, padres y alumnos. “A una mamá, las docentes de su hijo le pedían: ‘Por favor, haga que su hijo no aprenda cosas este año, así se nivela con sus compañeritos’. Esto ocurre más de lo que se cree, y en muchas escuelas se recomienda darles tratamiento psicológico a estos alumnos, alegando un déficit de atención”, expresa Allende.
Es un hecho que la mayoría de los chicos talentosos son mal diagnosticados. “Casi un 99% se diagnostica equivocadamente: se lo considera un chico intranquilo, con trastornos de atención y de conducta. En vez de criar genios, generamos zombies medicados. Las drogas no arreglan nada y en algunos chicos surten el efecto contrario. Hay que tener mucho cuidado”, advierte Marta Tessari, presidenta de la Asociación Argentina de Psicopedagogos, quien se queja: “hay escuelas para chicos con retrasos, pero no para aquellos cuyo rasgo distintivo es ser geniales”.
Lo cierto es que muchos dudan acerca de la existencia de los superdotados. ¿Lo son en realidad o se trata sólo de una exageración de los padres?
“En general se duda de la superdotación por falta de conocimiento sobre el tema. Habitualmente se formulan preguntas como: “‘¿No crees que lo estás sobre estimulando?’ o bien: ‘¿Por qué no hace un deporte en vez de estar todo el día buscando información?’. Pero los chicos muy inteligentes piden materiales a sus padres en forma espontánea”, explica Allende.
Se cree que existen causas genéticas, aunque no se ha determinado fehacientemente, y para determinar un CI alto, se emplean test estandarizados internacionalmente. Sin embargo, los especialistas observan que la utilidad social de este dote es relativa y depende de la interacción social, de su posicionamiento afectivo y del medio circundante.
Dylan Burgos Cifuentes (7 años). Mientras toca Mozart con su violín, cuenta que quiere ser fotógrafo. Su hermano Brandon, de 1 año y medio, sonríe y aplaude. Claudio y Gloria, sus padres, están haciéndose a la idea de que su hijo les dará con su talento tantas satisfacciones como disgustos: “Cuando empezó la primaria, arrancaron los problemas”, cuentan y dicen que debieron cambiarlo de escuela cuando puso en tela de juicio la existencia de Dios en la clase de catecismo: “No, señorita: el mundo fue creado por el Big Bang”, corrigió a la maestra. Su talento apareció enseguida. “Lo descubrimos cuando a los 2 años empezó a decir los nombres de todas las provincias argentinas. Nos parecía raro que tuviera tanta memoria”, explica papá, y mamá agrega: “Cuando estaba embarazada de su hermano, fue siguiendo el proceso con un libro. Me decía: ‘mamá yo te ayudo, vos descansá y disfrutá de tu embarazo’. Apenas tenía 5 años”.
Le encantan los dinosaurios, los peces y la ciencia en general. “En vez de autitos, prefería cráneos y esqueletos”, cuentan los Burgos Cifuentes y reconocen que el trabajo es intenso: “No sabés a quién recurrir. Por suerte dimos con Creaidea, que tiene talleres para chicos como él, donde está cómodo. Pensamos que en la escuela le iba a ir bien por ser inteligente. Pero, por el contrario, no se adapta a los esquemas”. Lo cierto es que Dylan es extrovertido y le gusta charlar con los grandes, a quienes interroga hasta satisfacer su curiosidad, lo cual puede ser engorroso. “A las maestras no les gusta que haga tantas preguntas”, reconoce él. “Muchos piensan que mi hijo sabe todo y lo torean. Pero es un mito: él sólo aprende con facilidad, no nació sabiendo. Me puse muy mal cuando noté que no se adaptaba en el colegio. Todos los padres queremos que nuestros hijos no tengan problemas, que sean ‘normales’. Al principio pensamos que era hiperactivo, porque los informes escolares decían que se dispersaba con facilidad. Pero al final, en un psicodiagnóstico, nos dijeron que tenía la inteligencia de un chico 5 años mayor”, apunta Gloria y concluye: “Yo lo único que quiero es que estudie, porque sé que muchos fracasan en el colegio. Es difícil y muy triste ir contra la corriente”.
Alexia Bertola (9 años). “Lo único que me molesta es que me digan que soy la sabelotodo del grado”, dice. Es un encanto: la mirada profunda, la sonrisa pícara. Inquieta, acelerada, locuaz. “Yo le leía libros, y ella los repetía enteros, con puntos y comas, a los 2 años”. De movida quedó claro que la chica tenía talento: en la imprenta familiar, contaba billetes y hacía cuentas complejas, de tres cifras, a los 5 años. “Una vez vino un cliente y, al verla, me recomendó hacerle una prueba de inteligencia. Pero no le di importancia en su momento. Recién el año pasado me fijé en Internet y decidí hacerle el test. Su CI dio el equivalente al 148 de un adulto”, cuenta Paola, su mamá, con quien vive en Victoria, Entre Ríos, junto a su papá y su hermana Valentina (14).
“Tuve que cambiarla de colegio, de un privado a un público, para poder pagar todo lo que quiere estudiar extracurricularmente”, dice Paola y enumera con los dedos de la mano esas actividades: piano, inglés, danza, pintura. A Alexia siempre le gusta algo nuevo y termina sus deberes rápidamente. Dice que cuando sea grande va a ser contadora o abogada, pero por ahora cuando tiene un rato libre prefiere jugar con sus amigas y chatear por MSN. Eso si: nada la detiene cuando sus padres le regalan libros con actividades.
Mejor promedio todos los años, no tiene problemas de conducta, aunque la maestra suele retarla porque se dispersa en clase. “Si un tema le interesa pregunta y pregunta, y después además busca información en libros o en Internet”, comparte su mamá y reflexiona: “Es una lástima que en el país no haya futuro para los chicos como ella. Por eso me hago a la idea que a lo mejor cuando crezca se va a querer ir. Yo la voy a ayudar, aunque eso suponga tenerla lejos. Por las dudas, ya le hice la ciudadanía italiana”.
Francisco Simanski (12). No le gusta que le digan “genio” y, aunque intenta ocultarlo, es imposible pasar por alto su talento. “Yo quiero ser igual a los demás. Ser así es lo peor que me pudo haber pasado”, dice montado a su patineta. Cuando era chico no podía ir a los museos porque atormentaba a los guías con preguntas. “Llegaron a pedirnos que nos fuéramos –recuerda Verónica, su mamá, quien vive en Adrogué junto a su marido y sus otros dos hijos: Agustín (7) y Azul (5)–. A los 3 años, aprendió a leer solo y a los 5 ya preguntaba por las neuronas y el ADN. No me había dado cuenta de que era superdotado, pero una amiga me alertó. Antes de pasar a primer grado lloraba y no quería ir más al colegio. Es que tenía un nivel de juego superior y los demás no lo entendían, o se burlaban. Había quienes hasta me acusaban de hiperestimularlo, cuando yo apenas si llegaba a satisfacer sus requerimientos”.
Francisco quería aprender cosas nuevas todo el tiempo y apenas si dormía. Fabricaba sus propios juguetes, y se la pasaba haciendo experimentos, incluso una bomba casera que sus padres llegaron a desactivar a tiempo. A los 6 años leía –y comprendía– a Cortázar y a Kafka, y a los 7 a Borges.
“En el colegio me decían que emocionalmente tenía fallas gravísimas. Le diagnosticaron un retraso mental, que tenía ADD, que era autista... Y hasta lo medicaron”, lamenta su madre, quien debió cambiarlo de colegio varias veces y hasta probar con nueve maestras integradoras. Todas fallaron.
El chico juega al ajedrez, dibuja, toca varios instrumentos y esculpe. Va al Colegio Irlandés de Adrogué, donde lo ayudan a canalizar sus aptitudes. Su familia no lo considera superior, sino diferente, y deben seguirlo de cerca: “Es triste, porque tenemos un chico brillante que se oculta creyendo que tiene algo malo. El miedo es que su negación lo lleve a tirarse a menos y a no potenciar sus capacidades. El pronóstico para este tipo de chicos no es bueno, la mayoría fracasa porque el mundo no está hecho para ellos: son demasiado sensibles y poco tolerantes a la frustración”.
Fuente: Yahoo
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